El
callejero medieval a menudo se caracterizaba por ser un laberinto de
callejuelas estrechas y tortuosas, cuya anchura y dirección cambiaban cada
varios metros. Además, sabemos que lo normal es que a la hora de pensar en una
ciudad medieval nos imaginemos calles estrechas, retorcidas, empinadas y
oscuras. En él nos encontramos con las calles principales que suelen ser la
continuación natural de los grandes caminos que llegan hasta la villa,
avanzando su trazado desde alguna de las puertas que nos encontramos en la
muralla, y que rondan los cinco o seis metros de anchura aunque a veces llegan
hasta los diez metros. Hay calles que rondan los dos, cuatro metros de ancho y,
por último, están los callejones que se entienden como lugares oscuros,
inseguros, sucios... que la mayoría de las veces no tienen salida y que no
sobrepasan el metro y medio (Fernández González, 2001: 302 – 303; Fernández
González, 2006b: 138).
Cuando
se investiga la evolución del urbanismo de cualquier villa es importante
analizar cómo los contemporáneos denominaban a sus calles observando así la
construcción de nuevos edificios, la residencia de algún personaje en una calle
o la fijación de ciertos oficios en un punto concreto. Ya a finales del siglo
XII existe constancia de denominaciones de calles en la villa de Santander. En
Santander nos encontramos calles que se refieren a monumentos, edificios o
elementos notables que se localizan en dicha calle o en su entorno como, por
ejemplo, San Francisco y Santa Clara; a oficios, profesiones y actividades
económicas en su sentido general; la topografía del lugar o a su situación
respecto a algún elemento notable y conocido por todos, destacando en general
algunas de sus características físicas, como por ejemplo, Rúa Mayor, Rinconada,
Calzadilla, Rúa Chiquilla, Fuera la
Puerta , Puerta la
Sierra , La
Ribera , Somorrostro o La Llana ; y, por último, cuya onomástica recuerda a
individuos notables en el ámbito de la villa, como por ejemplo: Don Gutierre
(Fernández González, 2001: 315).
En la
franja cantábrica, donde las horas de sol eran y siguen siendo escasas, se
preferían las calles rectas y relativamente amplias con cierto predominio de la orientación Este
– Oeste, asegurándose así la mayor cantidad de horas de luz natural incidiendo
en el interior de las viviendas, así también se protegían de los temidos
vientos del norte y los más frecuentes del noroeste que traían consigo
precipitaciones, y en un principio no era frecuente que diesen sensación de estrechez
y oscuridad (Fernández González, 2001: 303 – 313; Fernández González, 2006b:
139; Izquierdo Benito, 2007: 100). Las villas de Castro Urdiales, Laredo,
Santander y San Vicente de la Barquera se caracterizaban por poseer un trazado
generalmente en damero donde se alineaban las casas sobre solares más o menos
regulares, estando sus calles rodeados por una muralla y estando la iglesia
parroquial en un lugar preeminente (García Guinea, 1985: 487; Martínez
Martínez, 2006: 116). En el siglo XIV las villas empezaron a crecer extramuros
y con un ritmo desigual entre la muralla y los espacios agrarios, surgiendo así
los arrabales como el Arrabal del Mar en Santander (Arízaga, 1996: 78; García
Guinea, 1985: 487; Solórzano Telechea, 2002: 266 - 270).
En
1198 la Puebla Nueva
de Santander ya estaba delimitada y en un par de calles se habían construido
algunas viviendas que también estaban en uso. La calle de la Ribera contaba con una
longitud aproximada de ciento treinta – ciento cuarenta metros en línea recta,
escasamente elevada sobre la línea de costa, con orientación Este – Oeste y era
un lugar de entrada de abundantes mercancías procedentes del puerto marítimo y
de viviendas habitadas por personas relacionado con actividades marítimas. A
partir de mediados del siglo XV la calle de San Francisco, que adquirió su importancia
debido a la fundación del monasterio franciscano en las afueras de la villa, de
Santander recibe a menudo el nombre de calle de los Zapateros o de las
Zapaterías. Su longitud total rondaba los ciento cuarenta metros, poseía
viviendas a ambos lados y presentaba una apertura de sur a norte a la altura de
las Atarazanas que se construirían a mediados del siglo XIV (Fernández
González, 2001: 297) siendo ésta una callejuela que permitía el acceso hasta la
ría. Sin embargo, la longitud total de la calle de los Hornos, llamada así por
la presencia de varios hornos de pan, era inferior a los setenta metros,
mientras que su anchura sólo permitiría el paso de una persona al rondar
probablemente los setenta y cinco centímetros (Fernández González, 2001: 272 –
287; Fernández González, 2005: 304 – 306).
Durante
la Edad Media
el suelo de las calles solía ser de tierra y lodo, las casas se hacinaban unas
junto a otras, y a éstas las personas solían tirar los escombros, las basuras,
las aguas residuales y hasta los animales muertos, lo que hacía que por muchas
de ellas apenas se pudiese transitar y se podían convertir en el caldo de
cultivo de funestas epidemias (Fernández González, 2006b: 144; García de
Guinea, 1991: 16; Izquierdo Benito, 2007: 101). Había posadas, tabernas,
tiendas, talleres, iglesias… (Valdaliso, 2009: 62).
A
través de las calles se solía organizar el sistema de alcantarillado para la
evacuación de las aguas residuales que se generaban en las viviendas y así nos
encontramos numerosas ordenanzas municipales que hablan de sistemas de
conducción de aguas limpias, éstas se contaminaban al verse filtradas por los
pozos negros, y sucias, de la construcción de pozos negros, su estudio nos
aporta una información muy rica e interesante, y del mantenimiento de las
calles (Izquierdo Benito, 2007: 101; Ruiz, 1991: 33). La presencia de la
cercanía del mar, de un río... resultaba imprescindible a la hora de fijar el
emplazamiento de una población y a menudo su localización se hacía teniendo en
cuenta la existencia de fuentes sobre las que se pudiesen levantar pozos que
facilitasen el abastecimiento de agua y para asegurar éste. Lo normal era la
instalación de una fuente en la plaza principal de la villa, en alguna de las
calles de más tránsito o junto a la puerta principal de acceso a la villa
(Fernández González, 2006b: 151 -152).
Las
ciudades medievales constaban de edificios de carácter público destinados a
cumplir como baños que, junto a su función higiénica y terapeútica, propiciaba
la existencia de relaciones eróticas que eran denunciadas por la Iglesia. Éstos favorecían
la higiene corporal y la prevención y el tratamiento de diversas enfermedades,
sin embargo, también se relacionaban con la prostitución, la violencia y los
excesos (Cabanes, 2008: 26).
En
general, las casas solían ser de madera (roble, avellano, fresno y haya),
profundas y se componían de planta baja; un primer piso que recibía el nombre
de sobrado y donde nos encontramos el
dormitorio y la cocina donde estaba el fuego que servía para preparar los
alimentos y para calentar las estancias; y un desván o buhardilla, además de un
huerto o jardín traseros (Fernández González, 2006a: 313). En la planta baja
nos encontramos con una puerta general de acceso relativamente grande, un
pasillo que da paso a la huerta y una empinada escalera, en un lateral largo de
la vivienda, por la que se accede al piso superior. El resto del espacio
interno se aprovechaba para almacenar productos siendo éstos cañas, remos,
velas y demás aparejos propios de la pesca cuando sus ocupantes eran
pescadores, pero esta función de almacenamiento también la cumplía la
buhardilla. Otra característica de las viviendas de los pescadores era la
existencia de balcones en la fachada de los pisos superiores donde poder secar
las redes y/o extenderlas cuando hubiese que arreglarlas, y éstas se colgaban
con argollas (Fernández González, 2001: 438 – 447; Fernández González, 2005:
323 – 325).
La
villa de Castro Urdiales poseía casas unifamiliares con estructura de piedra y
madera, siendo los techos de madera y disponiendo seguramente de varias
ventanas y de una o más balconadas de madera en sus fachadas. Éstas lindaban
con callejuelas, viñas, parrales y huertas que se hallaban en el interior de la
villa (Pérez Bustamante, 1980: 108 – 112). A partir de la segunda mitad del
siglo XIV en la villa de Santander empezó a ser frecuente las casas con dos
sobrados, cuyo uso se generalizó a lo largo de la centuria siguiente, y ya en
el siglo XV habrá viviendas con tres sobrados e, incluso, más y, además, cada
uno de ellos avanzó algunos centímetros hacia la calle haciendo que la
oscuridad de ésta aumente debido a la existencia de estos voladizos (Fernández
González, 2005: 325 – 326).
El
espacio extramuros de las villas de Castro Urdiales, Laredo, Santander y San
Vicente de la Barquera estaba conformado por los arrabales; las áreas de
esparcimiento y diversión donde sus habitantes iban a pasear, montar a
caballo...; las zonas dedicadas al cultivo (huertas, viñedos, manzanales,
etcétera), al pasto del ganado de los vecinos, a la caza que normalmente se
llevaba a cabo en los bosques de los alrededores y a la pesca (Izquierdo
Benito, 2007: 105 – 108), de la que más adelante hablaremos. Allí encontramos
casas aisladas de tipo rural al presentar en su interior, además de huertas,
lagares, corrales, bodegas e instalaciones para producir sidra y vino y también
para la cría de animales (Fernández González, 2001: 291).
En la
segunda mitad del siglo XIV la villa de Santander alcanza su máximo desarrollo
y esto provocó el desarrollo de dos grandes arrabales que concentrasen a toda
aquella población que no tuviese cabida en el interior de la villa. Hacia el
oeste y como una prolongación de la Rúa Mayor
surgió, siguiendo el Camino de Burgos hacia la costa, ya en el siglo XIII, tras
la construcción de la muralla, el Arrabal de Fuera la Puerta que estaba formado
por una única calle que superaba los doscientos cincuenta metros de largo con
viviendas a ambos lados y donde algunos de los miembros más destacados de la
sociedad urbana levantaron allí sus torres de linaje y éstos compartieron el
espacio con aquellos labradores que explotaban las tierras del entorno más
próximo. Hacia el este nos encontramos con el Arrabal de la Mar que surgió en el siglo XV
por el interés mostrado por algunos pescadores por establecer su residencia lo
más cerca posible del lugar en el que se quedaban sus embarcaciones cuando
estaban en tierra y destacaremos que el piso bajo de las viviendas de la calle
de la Mar ,
establecida ya en el primer cuarto del siglo XIV y que rondaría entre los
ciento diez y los ciento veinticinco metros de longitud, se usaba para guardar
las redes y otros aparejos de pesca (Fernández González, 2001: 288 – 297;
Fernández González, 2005: 308 – 310; Fernández González, 2006a: 311).
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